Analucía Isaza Molina
Cuando le conté a mi esposo que el libro que me tenía atrapada era sobre los jóvenes de una cuadra de Medellín en las peores épocas de la guerra del Estado y el Cartel de narcotráfico, incrédulo me dijo: “¿a tí si te gusta ese tema?”, y lo entiendo porque me he negado a ver películas relacionadas con sicarios, matanzas, balaceras y especialmente relacionadas con la violencia de mi ciudad.
Me habían hablado y había leído sobre el escritor Gilmer Mesa y de La cuadra, su primera novela. Sabía que era de Medellín y ayer que terminé el libro supe también que nació el mismo año que yo. Eso significa que fuimos contemporáneos en la misma ciudad, vivimos las mismas situaciones, los miedos, las preguntas tras una explosión: “¿dónde habrá sido esta vez? ¿Qué conocido habrá caído?, la inquietud cuando en un semáforo te tocaba al lado de los policías – que por esa época estaban matando – , vivir cerca a sus cuarteles; los sonidos de las motos de dos tiempos que lo timbraban a uno porque lo alertaban sobre un robo de carro o tiroteo.
Vivimos en la misma ciudad pero él vivió donde vivieron tantos que fueron protagonistas de acciones que también sufrimos los de un poco más abajo, más al centro, más al occidente o en otras laderas. Y como siempre, en cada historia, hay otro punto de vista. Hay otra parte del espejo roto que algún filósofo mencionó que era la verdad, en la que cada uno pensaba que el pedazo que tenía era el todo y realmente hacía parte de algo más grande.
Eso es La cuadra, una sublime narración de los hechos y despojos que vivimos en la Medellín de finales de los ochenta y principio de los noventa desde el punto de vista de un sobreviviente de una cuadra de Aranjuez, un barrio de Medellín manejado por Los Priscos, los mayores y más confiables sicarios de Pablo Escobar. Y para ocupar ese lugar tuvieron que tener a muchas personas alrededor, trabajando para ellas, en su combo. Y esos, fueron sus amigos de inocencia, los “pelaos” con los que crecieron, y luego, fueron los hermanitos de esos primeros seleccionados que ya iban siendo grandes, los que también empezaron a unirse pues querían tener como los “duros”, oportunidades de llevar un mercado más decente a sus familias, tener una moto, ropa de marca, o que su mamá no tuviera que volver a trabajar.
El cartel y los combos entendieron que los menores de edad eran los alfiles más adecuados para cometer fechorías simples o complejas, porque en ese momento, solo les daban hasta 90 días de cárcel en una correccional de menores. Por eso les encargaban vueltas específicas que incluso incluían, la entrega a la policía como parte del plan, porque, luego de cumplir la corta pena podían volver “recargados y bien recompensados” a la cuadra, a su combo, a sus andanzas.
La cuadra tiene entonces una narración fluida, íntima, ruda, si se quiere, porque es la narración de una historia que fue pasando, desgarradora porque la realidad misma lo era, desde antes y por el después que pocos disfrutaron; oculta porque muestra esos otros motivos que sin estar muy premeditados llevaron a todo ese fenómeno que fue el sicariato en Medellín, pero profunda también porque lo cuentan otros que casi no habían hablado y no con la fuerza de la imagen cinematográfica que muestra descarnada una realidad despiadada. Lo hace desde la literatura con palabras muchas veces iguales a las que hemos visto en las películas pero también con recursos retóricos que, sin cursilerías conductistas, conectan con los recuerdos o sentimientos a través de palabras juntas de manera majestuosa en los mejores ejemplos de clase de literatura.
Caí tendida a los pies de esta narración desde la primera frase: “Particular historia esta que paso a relatar, pues todos los que en ella aparecen están muertos, irremediablemente muertos hace muchos años, salvo yo, que he sido preservado en el alcohol para contarla”. Me llevó a Juan Rulfo y a su inicio de Pedro Páramo: “Vine a Cómala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo” o incluso a la obra insigne de la literatura colombiana Cien años de soledad: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
Con ese principio, sabíamos el final del libro, pero los que conocen algo de Medellín se lo saben también. Así, no fue por la historia sino por la manera en que es narrada y no por los términos y soeces palabras de pillos, sin casi puntuación y en párrafos largos, sino por las frases hermosas, que podrían ser usadas en los textos de español como nuevos ejemplos de metáfora, epíteto y demás figuras literarias. “Vivían como dos sombras en una casa inmensa para dos desprecios”. “Una mujer llega a tolerar maltratos y abusos si al menos su hombre recompone los desarreglos en la cama, pero cuando el macho no responde en la intimidad y además es un bellaco en todos los otros ámbitos, la mujer termina por explotar por calmada que sea y Magdalena era una mujer”. “La única esclavitud que consideraba posible la tenía reservada para el odio”.
Para completar la explicación que le hacía a mi esposo en el fin de semana que me devoré el libro (tres horas largas me calculó la aplicación digital que utilicé porque lo leí electrónico gracias a Libby un sistema para bibliotecas a la que puedo acceder por estar afiliada a Comfama): es como estar viendo la serie “ El patrón del mal” pero vuelta literatura y de la buena. Magnánima y desgarradora. Gracias Gilmer, ya quiero leer tus otras historias.